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El ave fénix

  • Foto del escritor: Laboratorio Narrativo
    Laboratorio Narrativo
  • 20 mar 2024
  • 4 Min. de lectura
Un cuento escrito por: Sebastián Quintero
El bus partía del terminal por enésima vez, solo quedaba ponerme mis audífonos a todo volumen y hacerme en un puesto que diera a la ventana. A medida que el trayecto avanzaba y el clima se hacía más y más oscuro y el paisaje no se quedaba atrás. La niebla y el frío hacían pareja perfecta conmigo. Veía como una parte de mi vida y de mi corazón se quedaban en aquella ciudad lluviosa. Nada volvería a ser igual, todas las personas que alguna vez habían sido mi vida se convertían solo en nostalgia.

La decisión de haber dejado toda mi vida era correcta. Muchas personas habían destrozado a un chico que hasta ese momento solo quería ayudar y ser una “buena persona”. Reflexionando en ese bus, en el que me sentía ahogado por la falta de ventilación y por el nudo que se hacía en mi garganta, entendí que no podía seguir dependiendo de aquellos que me destrozaron. No podía seguir en esa ciudad. Tenía que cambiar. Dejar todo atrás. Afortunadamente, la universidad llegaba como un faro brillante que reconduciría eso que llamaba vida. Pero hasta ese momento, el fénix estaba alegre, sabía de los cambios que se le venían y que por fin iba a salir de la jaula que lo aprisionaba desde hacía años.

Atardecía. Era el momento de tomar algunas fotos de esa linda puesta de sol. Era el momento de inmortalizar ese momento que habría de recordar por la eternidad. Y así como el sol moría, pero volvía a la mañana siguiente con más fuerza a seguir dominando el destino de todos nosotros, así mismo debía yo renacer cual fénix y limpiarme las cenizas para poder brillar, esta vez, solo. Era obvio que la prisión física ya no existía, pero al igual que el horizonte encierra el alma del sol y apaga su luz, aún estaba en mi el yugo de no poder expresar mis sentimientos por continuar de cierta forma, en la prisión. 

Llegaba pues mi momento favorito, la noche. La iba a dividir en 2 partes. Unas horas dedicadas a amar esa oscuridad inmensa, elegante y majestuosa; y el resto del tiempo a dormir. Y así dejar de pensar en tantas cosas que solo llenaban mi cabeza y recargaban mi espíritu de dolor. La noche me daba ciertas capacidades expresivas. Era un momento de introspección especial. De reflexión. Análisis sobre mi ser. Era el lapso de tiempo donde el fénix salía a relucir. El espacio donde, debido a la oscuridad, el fuego del fénix y el propio salían y cual llama, opacaba todas las estrellas del firmamento.

Al llegar a mi destino y entender que viviría solo y que a partir de entonces cada aspecto de mi vida dependería únicamente de mí, sentí algo de miedo. Miedo por comprender que el camino sería difícil. Que yo, quien toda la vida estuve bajo el resguardo de mi familia, ahora habría de crecer y ser mi propio resguardo. A partir de ello, vi que el concepto de hogar se derrumbaba. En los meses siguientes, entendí que ahora yo era un ente sin hogar. Solamente dividía mis 2 ciudades para algunas cosas. En una, estudiaba y compartía experiencias con otros como yo. En otra, estaba mi familia, que me esperaba deseosa de ver como progresaba y como me convertía en algo más.  Pero ya no existía eso que conocía como hogar. La angustia por este tema a veces avanzaba tanto que me hacía replantear todo en lo que creía. ¿De verdad existía esto que yo entendía por hogar? ¿De qué se componía? 

Tal vez esta vez todo iría a mejor. Sentía en el fondo que nada de lo que había hecho en los últimos meses tenía sentido, solamente existía como un ente. No vivía, no disfrutaba, no amaba y solo reflejaba mi dolor en aquellos que alguna vez me extendieron una mano. Llegaba el momento de que esa bella ave que ya no conocía propósito simplemente ardiera majestuosamente.

De allí llegamos a la ceniza. Al dolor. Al duelo. Duelo por tener que olvidar todo lo que había sido, por sepultar una vida que no me correspondía y que no me interesaba seguir teniendo. Es fácil que las cenizas se vayan, solo se necesita un soplo para que desaparezcan y se mezclen con el aire. Pero, si juntas muchas de ellas y las pones sobre tu mente o sobre tu corazón, te agobiarán hasta el punto en que ellas tendrán más peso que todas tus esperanzas juntas. Solo sopla y déjalas ir.

Así, llegamos al renacer. Esta vez, a mi suerte. En medio de mi nueva y excitante vida, supe que nada volvería a ser igual. Que todas las vivencias que evocaban mis recuerdos quedarían así, solo en recuerdos. Y que, aunque me negara a creerlo, ahora todo sería diferente, debía acostumbrarme y superponer mi viejo yo al nuevo. Era el momento ideal para dar ese soplo y ese aliento de vida y, como el ave fénix, renacer.

Fin.

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