Habitualmente, los seres humanos aceptamos la realidad que se nos presenta. Encontramos ordinarias las cosas que nos rodean y admitimos que no tienen gran importancia por su carácter repetitivo. Lo novedoso es lo extraordinario, lo que siempre vemos es lo común. Podría nombrar, como ejemplo, algunas cosas extraordinarias que se nos han hecho comunes: el ocaso, la lluvia, los besos, la regeneración del cuerpo humano o la globalización. Sin embargo, entre todas las cosas que consigo mencionar, quizá la más sorprendente y más olvidada sea la oralidad. Anterior y naturalmente, de mayor uso que la escritura, la hemos condenado, junto con muchas otras cosas, a la rutina, a lo frecuente y muy sabido. Para reafirmar su valor, creo que es pertinente iniciar respondiendo una pregunta fundamental: ¿para qué hablamos?
Hablar es un proceso complejo que va adquiriendo forma con la experiencia. Pasamos por diferentes etapas antes de empezar a hacerlo. Una vez superadas, estas etapas nunca aparecen de nuevo. Este proceso en el que aprendemos a hablar es acaso comparable con aprender a caminar o aprender a escribir; ya que una vez aprendidos, estos actos son el fundamento de muchos derivados, como correr o aprender una caligrafía, por ejemplo. En el momento en que aprendemos a hablar empieza nuestro camino como parte de una especie aparentemente superior a las demás, ya que cuenta con un superpoder llamado sistema complejo de comunicación. Cuando adquirimos conciencia sobre ese poder, abrimos un abanico de posibilidades en el que podemos jugar con este, variando el uso de la tonía, la rapidez con que se articulan las palabras, los tipos de voces, la fuerza en que se emite el sonido, la intensidad, etc; y cuando logramos, con mucho trabajo detrás de nosotros, automatizar todo esto que podemos hacer con la voz, es cuando empieza a pasar desapercibida su belleza.
En el prólogo del libro Signo, Umberto Eco nos presenta un personaje llamado Sigma. Este personaje, en el curso de un viaje, siente molestias en el vientre. Lo primero que hace es intentar definir la molestia: “¿ardor de estómago?, ¿espasmos?, ¿dolores viscerales? Intenta dar nombre a unos estímulos imprecisos y al darles un nombre los culturaliza; es decir, encuadra lo que era un fenómeno natural en unas rúbricas precisas y ‘codificadas’. O sea, que intenta dar a una experiencia personal propia una calificación que la haga similar a otras experiencias ya expresadas en los libros de medicina o en los artículos de los periódicos (Eco, 1976). Sigma parece estar en problemas porque no sabe precisar su situación. Algo parecido le sucede a los personajes del libro Cien años de soledad cuando está empezando a germinar Macondo. Para entonces “El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo” (García, 1967). En este momento, Sigma se encuentra en Macondo. Para salir de allí, debe pasar una odisea recorriendo la ciudad llena de signos, índices e íconos que está obligado a interpretar. No obstante, todo esto tiene un fin. La búsqueda de términos y esta aventura citadina tienen una clara intención: “En una palabra, Sigma ha de conocer muchas reglas que hacen que a una forma determinada corresponda determinada función, o a ciertos signos gráficos, ciertas entidades, para poder al fin acercarse al médico” (Eco, 1976). Acercarse al médico era lo que Sigma buscaba. No solamente deseaba saber qué era eso que tanto le molestaba, quería comunicarlo. Sigma salió de Macondo con una misión clara. Y es que salir de Macondo no solo implica poner nombre a las cosas, salir de Macondo significa hacer algo con ese nuevo ente que empieza a existir bajo el seudónimo que decidimos atribuirle.
La aparición de la oralidad como medio de expresión es muy antigua, no tenemos una fecha exacta, pero tenemos una certeza: surgió de la necesidad de comunicación que reside en nosotros. Así, hemos llegado a la respuesta de nuestra pregunta, que es, aparentemente, muy sencilla, pero tan poderosa y tan compleja como el lenguaje mismo: hablamos para que nos escuchen.
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