¿A dónde vamos?
- Laboratorio Narrativo
- 18 abr 2024
- 4 Min. de lectura
Actualizado: hace 4 días
Un relato escrito por: Jean Lopez
A ella le gusta la adrenalina causada por salir de su zona de confort. Se emociona desde antes de decirle que tendremos nuestro paseo nocturno. Es inteligente. Lo suficiente como para reconocer la sutileza de mis manos poniéndome los zapatos o el sigilo con el que busco el lazo. A nosotros nos gusta la noche porque las calles no están tan inundadas de tráfico o personas ruidosas. Llegamos a interrumpir la calma de la oscuridad para que una nariz curiosa sacie su sed de olfatearlo todo.
Sale, ruidosa, inquieta. Le espera lo que para ella es una larga aventura y para mí un momento de desconexión para la sobresaturación de contenido. Logra la oportunidad que le abre el camino de la soledad para correr, porque en casa le falta el espacio para hacerlo y yo aprovecho y la acompaño en su libertad para correr, porque a mí me falta la valentía para hacerlo sin ella. Sus largas orejas parecen rebotar contra el asfalto y su lengua parece querer escapar de su boca; síntomas de la felicidad.
Eventualmente nos obligamos a acompañar la calma de la luna y sus amigas las estrellas. Ella es pequeña, frágil. Va donde le plazca. Mete sus narices en el pavimento, la hierba y las bolsas de basura del barrio. No le perturban los ruidos de las casas, los contados vehículos que pasan por la carretera o las voces de las personas. ¿A dónde vamos? Pregunto yo, el humano ignorante. Con esos ojos profundos me responde: a ningún lado. Yo confío en ella y en su instinto animal y ella confía en mi compañía. Su mera existencia llama la atención. ¿Cazador? Pregunta el viejo menudo de blazer y guitarra en mano. Ella. Cazadora. Respondo, sin afán.
Quiere seguir, seguir y seguir su camino. Es una codiciosa porque su instinto le dice que es el momento indicado para ir detrás de aquello que desea: satisfacer sus más íntimos deseos naturales.
Los hombres de ciencia dicen que los perros no pueden sentir emociones complejas, pero yo no les creo. Lo sé cada vez que cruzamos la mirada cuando llego a casa. Cuando se acerca a pedirme la cena o cuando me pide con su pata un espacio al lado mío en la cama para dormir juntos. Ella me brinda tranquilidad y eso para mí es la mayor muestra de amor que existe.
Durante mi cotidianidad hogareña nunca estoy solo. Miro a un lado y esa mirada oscura de ternura siempre está conmigo. Recostada sobre el sofá, la cama, la almohada, el piso, el alma. Ella siempre está allí. La veo caminar y me pregunto, ¿me considerará un amigo? Digo, ¿un buen amigo? No siempre estoy. Las exigencias de la vida me necesitan allí, afuera, en la realidad, atendiéndolas. No siempre podemos salir a caminar en las noches. El cansancio de una vida de excesos y emociones me impide querer darle su momento de libertad.
Mientras caminamos le cuento sobre el amigo que hice el otro día: un perro callejero. Tiene una tregua de esclavitud perpetua con la soledad y con la salsa que escucha en los bares por los que pasa. Se acomodó en mis piernas mientras rayaba mi libreta como si nos conocieramos de toda una vida. Es un consentido, le gusta que lo traten suavemente. Se arruncha donde lo tratan bien. Cuando siente que le falta cariño lo pide insistentemente con su cabeza. El lenguaje universal de la ternura. Él no tiene a dónde ir y yo mato el tiempo haciendo líneas aleatorias en el papel. Lo acompaño a él y él me acompaña a mí. Se queda unos minutos más porque se siente seguro y porque no tiene dónde ir. Yo podía irme en cualquier momento, pero me sentiría mal de dejarlo solo. “Él está más solo que yo”, pensé. Me quedé un rato más hasta que él prefirió irse y evitar la compañía.
Si por un momento las barreras del lenguaje desaparecieran me tomaría el tiempo para pedirle perdón por todas las veces que la hice sentir sola o preocupada por mi ausencia.
Un día desperté y sobre mi rostro había una bola de pelaje marrón que no medía más de quince centímetros. Ninguno de los dos lo sabía, pero con sus lamidas me estaba diciendo que había llegado a quedarse para siempre. El tiempo y su naturaleza le enseñaron que las lamidas curan el dolor. Crecimos juntos. Mientras que yo aprendía a vivir en sociedad ella aprendía a vivir en hogar. Creció en un barrio lleno de gatos; con pocos perros alrededor. No tuvo un amor de la vida. Nunca le agradaron los demás perros. Siempre prefirió su independencia. En ocasiones creo que es una perra que juega a ser gata de cuándo en cuándo. Me intriga la idea de pensar que yo sé todo de ella y ella nada de mí. Pero la realidad es que ella también sabe todo de mí. Con el tiempo desarrollamos un lenguaje en común. Nos basta una mirada para saber qué es lo que el otro siente. En ocasiones estamos tan en lo de cada uno y de la nada estamos tan en lo nuestro cuando nos miramos de la nada. Yo me río y ella vuelve a lo suyo.
Vuelvo a mirarla en medio de la inmensidad de la calle y pienso que ya está satisfecha de su paseo. Pero ella quiere seguir, seguir y seguir. Volvemos a casa para descansar. Ser una máquina de ternura no es excusa para ser una víctima más de la bestia insaciable que es el tiempo. Los años pasan y la cabeza le pesa cada vez más. Se acostumbró a apoyarla en donde es posible para evitar el cansancio. Prefiere recostarse para acompañar la cotidianidad y evitar el dolor en el cuello. Las manchas de cabello oscuro son cada vez más claras y amplias. Las ojeras ya son parte de su maquillaje permanente. Nada se deshace de ellas. El cuerpo se vuelve viejo y las enfermedades aparecen. Algunos órganos comienzan a fallar. Las visitas al enemigo del veterinario se vuelven la costumbre.
La seguridad de una despedida anticipa la tristeza que en algún momento destrozará mi corazón. Desafío al vacío con la seguridad de que por lo menos hoy, después de regresar de otra caminata nocturna, podremos dormir juntos de nuevo.
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