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Guerrillero Maricón

  • Foto del escritor: Laboratorio Narrativo
    Laboratorio Narrativo
  • 6 may
  • 9 Min. de lectura

¿Tiene miedo que se homosexualice la vida?

Y no hablo de meterlo y sacarlo

Y sacarlo y meterlo solamente

Hablo de ternura compañero

Usted no sabe

Cómo cuesta encontrar el amor

En estas condiciones

Pedro Lemebel

 Colores de la revolución, Ilustración de: Juan Sebastián Jaramillo Nieto
 Colores de la revolución, Ilustración de: Juan Sebastián Jaramillo Nieto

Imagínese ser gay en Colombia, que sus tíos, abuelos y hasta su papá lo tilden de “marica” todos los días, que la sociedad lo vea como un enfermo por su gusto. Ahora, imagínelo en un campamento guerrillero en los noventa, rodeado de compañeros que veían cualquier muestra de afecto como una debilidad, y la homosexualidad como una traición a la causa.

 

Sí, incluso hoy, en las ciudades más abiertas del país, declararse gay sigue siendo un acto que enfrenta prejuicios y rechazo, entonces piense lo que significaba en un lugar donde no había cabida para lo que encajara en el molde de ese "hombre nuevo", del "superhombre revolucionario" que la guerrilla pretendía formar. Ahí, donde el concepto de amor no tenía espacio entre los fusiles y los discursos de lucha, ¿qué cabida había para amar a otro hombre?

 

Andrés era un guerrillero que había entrado a militar desde los 17 años. Se había metido en las FARC por necesidad, “era un culicagado que se sentía el dueño del mundo con un fusil”, decía mientras se llevaba un tinto cargado a la boca, humeante, casi hirviendo, en una cafetería del centro de Calarcá.

 

Nos conocimos casi por casualidad, aunque nuestras vidas se habían cruzado antes en marchas, asambleas y reuniones de movimientos sociales. Era el tipo de persona que uno notaba de inmediato por su seriedad, su determinación; alguien que parecía cargar el peso de un pasado demasiado duro.

 

Un día, mientras estaba echado en la plaza, esperando una cita que nunca llegó, lo vi pasar. Me reconoció, y después de un saludo, se sentó conmigo. Lo que comenzó como una charla casual sobre activismo y política rápidamente tomó otro rumbo. Acababa de firmar unos papeles para su reinserción a la sociedad, ese día el man había decidido abrirse conmigo, necesitaba hablar con alguien,  me confesó que había sido guerrillero. Quería contar una historia que había guardado en silencio durante mucho tiempo. Necesitaba deshacerse de esa carga, dejar atrás todo lo que había sido y, especialmente, todo lo que había amado.

 

-Ser marica en Colombia es cargar la muerte en las venas, dijo con un tono que oscilaba entre la amargura y la resignación.

 

Entonces, empezó a hablar de sus años en el Caquetá, de aquellos años en que formó parte de la guerrilla en los noventa, un tiempo y un lugar donde la vida misma era incierta y el amor, un lujo peligroso.

 

Andrés había vivido esa vida desde joven, creciendo entre dudas y escondites. Desde pequeño, sabía que le gustaban los hombres. Tuvo experiencias esporádicas y marginales con chicos de su edad, encuentros inocentes que se obligó a ignorar, pensando que sería solo una etapa. A los quince años, sin embargo, tuvo su primer beso con un hombre, y en ese momento sintió que el amor era algo real. Pero crecer en un pueblo donde ser gay era casi un delito lo llevó a ocultarse y a negarse a sí mismo. Allí, ser “raro” era una marca: “maricón”, “mariposa”. Sin opciones ni futuro en el pueblo, terminó en la guerrilla, convencido de que sería su único destino.

 

Él contaba cómo era la vida en el campamento, cómo la selva se tragaba a los guerrilleros en medio de días que se repetían y se mezclaban. A veces faltaba gente; otras, se la pasaban empacando coca para vender. Había días en que los hombres solo hablaban de encontrar mujeres en los pueblos cercanos para descargarse, y otros en los que se quedaban repasando los manifiestos, intentando convencerse de que la lucha era real, que no estaban allí solo para defender los negocios de los narcotraficantes.

 

"Si en el pueblo ser gay era ilegal, en la guerrilla era mortal", cuenta Andrés, recordando una ocasión en que hicieron una incursión en un pueblo. "Una masacre se queda corta para describir lo que hacíamos", dice, con la voz cortada y el café temblando en su mano. En el pueblo encontraron a tres chicos que se vestían con faldas, escondidos en un patio, teniendo sexo. Dos lograron escapar, pero uno quedó solo. Cuando nos vio llegar, levantó las manos, y antes de que pudiera decir una palabra, uno de mis compañeros le dio un cachazo en la cara y le escupió, gritándole: "¡Maricón de mierda!" Otros tres compañeros lo agarraron a la fuerza, le bajaron la minifalda vieja que llevaba puesta, le abrieron las piernas y, uno tras otro, empezaron a violarlo. El pobre muchacho solo gritaba y les rogaba que lo mataran. Yo solo podía observar; no decía una palabra. En el fondo quería salvarlo, pero no podía hacer nada. "Pa' que se vuelva hombre, maricón", le gritaba uno de los guerrilleros.

 

“Tuve que ver cosas más horribles que esas y convencerme de que era por la causa, por una falsa revolución”, decía, ya con los ojos aguados y después de varios tintos hirviendo, como siempre le gustaban. Andrés era un hombre solitario, alguien que cargaba secretos tan oscuros que parecían irlo carcomiendo poco a poco. “Ya entrando en detalles, le voy a contar lo que más me duele, eso que me consume todos los días, Juan”, dijo antes de que el silencio se adueñara del espacio por unos segundos, como si necesitara reunir fuerzas para seguir.

 

Todo empezó en el corazón de la selva, un espacio donde la naturaleza parecía actuar como una fuerza indiferente e implacable, dijo Andrés. Rodeados de árboles altos y densos, los guerrilleros vivían en una tensión constante, alertas a cualquier ruido, atrapados entre la humedad sofocante y la amenaza permanente de ser descubiertos por el ejército. Allí, en medio del lodo y del miedo, entre discursos ideológicos y maniobras militares.

 

 Un día, en el verano del 94, llegó al campamento un compañero inusual. Era más amable de lo que acostumbraban a ser en ese lugar, cálido, y parecía caerle bien a todos. Se llamaba Víctor. Andrés recuerda que, cuando lo presentaron, su superior lo puso frente a él y escuchó: “Mucho gusto, Víctor”. Esas tres palabras lo dejaron pasmado. Solo recuerda haberlo mirado a los ojos y sentirse perdido en ellos; supo, de inmediato, que ese hombre sería su perdición. De fondo sonaba "Como la cigarra", de Mercedes Sosa, y Víctor empezó a tararearla, hasta que Andrés se unió. Desde entonces se volvieron inseparables, parceros y compañeros fieles para la guerra.

 

Al principio, su vínculo era simplemente el de dos compañeros, hombres que se cuidaban mutuamente las espaldas, compartían el agua racionada y el escaso descanso que se permitían. Pero con el tiempo, algo más fue creciendo entre ellos, algo que ninguno se atrevía a nombrar. “En la guerrilla, el amor era visto como una debilidad; si amabas a otro hombre, eras una amenaza”, me explicó Andrés con una dureza que parecía provenir más de sus recuerdos que de su propio corazón. "Nos enseñaron a reprimirnos, a endurecernos. Nos decían que éramos máquinas para la lucha, que no había espacio para esas cosas".

 

Los comandantes insistían en que ellos eran el “hombre nuevo”, los soldados de una causa, y cualquier desviación de esa imagen era inadmisible. En sus discursos, la homosexualidad no solo era una falla de carácter, sino una traición. Andrés recordaba cada palabra de esas arengas, cada mirada severa que les recordaba el papel que debían cumplir. Pero, aun así, en los breves y furtivos encuentros con Víctor, Andrés comenzó a descubrir un refugio en medio de la guerra. Víctor era, para él, una excepción, alguien que le devolvía un poco de humanidad en medio de la sangre y las balas.

 

Andrés y Víctor se convirtieron en algo más que compañeros de lucha. Cada conversación compartida, cada mirada furtiva, era un refugio en medio de un campo de batalla constante. La camaradería era lo único que tenían, pero, con el tiempo, la camaradería se transformó en un sentimiento más profundo, algo que nadie podía permitir en un lugar como ese.

 

La tensión seguía flotando en el aire como una niebla espesa, una presencia que se podía tocar, pero no se podía quitar. Andrés me dijo que a medida que pasaban los días, una parte en él se quebraba. La selva ya no solo lo rodeaba físicamente, sino que también lo había envuelto por dentro, y el miedo, la violencia y la represión, parecían ser lo único real en ese mundo de sombras.

 

Los días fueron pasando, y el amor entre ellos se hizo más difícil de ocultar. A veces, un roce accidental de las manos, una palabra en voz baja, era suficiente para que todo se desbordara en ellos, como una corriente que se negaba a ser contenida. Pero el peligro siempre estaba ahí, presente, acechando. Nadie podía saberlo, nadie podía sospecharlo. Ser gay en la guerrilla no era solo un pecado, era una traición, una transgresión que iba en contra de todo lo que representaban.

 

Hasta que un día, el miedo dejó de ser solo una sombra y se convirtió en una realidad concreta. Andrés y Víctor fueron asignados a una misión de patrullaje en la zona, un trabajo rutinario que parecía ser solo otra noche en el infierno de la selva. Fue allí, en medio de la oscuridad, cuando la tragedia se desató.

 

La noche fue interrumpida por el eco de las botas de los soldados, cada paso, una señal de que el ejército los había encontrado. “Podía ver en el rostro de Víctor la misma resignación que sentía yo”, me dijo Andrés, su voz quebrándose levemente. Sabían que el final podía estar cerca y que no había espacio para despedidas. “Si hubiera tenido otra vida, lo habría tomado de la mano y me habría escapado con él a algún lugar donde pudiéramos ser libres”.

 

Andrés lo recuerda con claridad: la ráfaga de disparos, el grito de Víctor, la lucha desesperada por sobrevivir, y luego, la caída de su compañero. Me contó que en ese instante, rodeados por la amenaza de una muerte inminente acechando, lo único que pudo hacer fue guardar el recuerdo de esa última mirada de Víctor, esa complicidad silenciosa que, aunque no podía expresarse en palabras, contenía todo lo que ambos sentían. "Él fue mi refugio", murmuró Andrés, con la voz desgarrada, y comprendí que ese recuerdo había sido su única forma de resistir en medio de tanta violencia.

 

"Víctor fue abatido de inmediato", me contó Andrés, con la voz quebrada, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, pero no caían. "Estábamos en medio de un tiroteo con el ejército, y lo vi caer. No pude hacer nada. Ni siquiera pude gritar su nombre". El sonido de las balas aún retumbaba en sus recuerdos. "Estaba tan cerca de él... Pero no pude llegar a tiempo."

 

El campamento entero, después de la emboscada, quedó sumido en el caos. Los guerrilleros, al ver que Víctor había caído, comenzaron a buscar a los sobrevivientes. La guerrilla no perdonaba. Andrés no lo sabía aún, pero ese día se marcaría el inicio de un dolor más grande. A los pocos días, los comandantes lo llamaron. Le dijeron que Víctor había sido un "traidor", un "espía infiltrado", y que había que eliminar cualquier rastro de su existencia.

 

Andrés fue llevado a un interrogatorio, donde se le exigió que hablara, que confesara cualquier vínculo con el ejército o con otros "enemigos" de la revolución. Pero Andrés sabía que lo que realmente buscaban era otra cosa. Querían que hablara de su relación con Víctor. Querían que él confesara lo impensable. Sabían que si lo hacía, sería un punto de quiebre para él, una culpa que nunca podría perdonarse.

 

"Me miraron con odio", me dijo Andrés, mientras se quedaba en silencio por un momento, como si estuviera reviviendo la escena. "Me decían que, si no hablaba, también correría la misma suerte que Víctor. Pero no me importaba. Lo que más me dolió fue no poder salvarlo”. En ese momento, se dio cuenta de que, si hubiese tenido el coraje de decirle lo que sentía, si hubiera podido abrazarlo y protegerlo, tal vez las cosas hubieran sido diferentes.

 

Cuando terminó de hablar, en la cafetería, quedamos en silencio. Andrés ya había pasado años intentando dejar atrás la vida de la guerrilla, pero en ese momento entendí que lo que realmente quería soltar era el peso de haber amado en secreto, de haber arriesgado su vida por un sentimiento que en ese entonces solo podía considerarse una traición. Y supe también que, aunque no se lo hubiera confesado a Víctor, aquel amor era un lazo que nunca podría abandonar por completo.

 

La conversación terminó con un silencio profundo. Andrés me miró fijamente y luego se inclinó sobre la mesa, dejando su taza de café a un lado. "A mí me perdonaron la vida", dijo, con la mirada perdida, como si todavía no pudiera creerlo. "Me querían vivo. Necesitaban que les diera información. Me dieron una segunda oportunidad, pero a costa de todo lo que perdí: de Víctor, de mi humanidad."

 

El peso de la culpa lo acompañaba, una carga que parecía no tener fin. La guerrilla lo dejó ir, pero la condena que vivió dentro de sí mismo era peor que cualquier fusil que pudiera haberlo matado. La guerra lo destruyó, y el amor, la única fuerza que alguna vez lo había salvado, le fue arrebatado en una noche cualquiera, en un rincón olvidado de la selva.

 

Al final, Andrés se levantó de la mesa, pidió otro tinto, y se despidió de mí con una mirada que ya no pedía consuelo. Sabía que la historia que había compartido seguiría ahí, en el aire, flotando entre nosotros, mientras él, con su dolor, continuaba caminando por el mundo, un hombre marcado por la guerra y por un amor que nunca pudo ser.

 

Y yo, con mi cuaderno y con un lapicero Bic en la mano, guardo sus palabras,  cambio su nombre y les cuento su secreto, sabiendo que no sería solo un relato más, sino una carga que se quedaría conmigo para siempre.


Por: Juan Sebastián Jaramillo Nieto




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