Viernes, 23 de julio de 1999. Una de la mañana. El ruido de las botas y los fusiles contra el cemento ambientaban la atmósfera. El patio de El Brillante, finca ubicada en el municipio de Caicedonia, Valle del Cauca, se iluminaba con una lámpara de sodio que al dìa de hoy sigue erguida al borde del patio, enredada en el poste de energía como un bejuco más de la propiedad; una luz amarillo intenso que acompaña la casa toda la noche.
Para 1999 Germán Antonio Orozco era el administrador de la propiedad. Vivía en la finca con sus dos hijos: Wilder y Jeimy, de 10 y 6 años. El ruido de los pasos y las órdenes fuera de casa despertaron al padre de la familia, que de manera cautelosa se levantó de la cama y abrió la parte superior de la puerta de la habitación; puerta que da directamente con el patio.
Después de abrir la puerta, un hombre alto, vestido con camuflado y con un fusil en hombros se acercó a él. De una manera muy respetuosa, como argumenta Don Germán, saludó y realizó dos preguntas sencillas:
— Buenas noches. ¿Cómo le va? ¿Será que hay algún problema con que nos quedemos aquí esta noche?
En el patio habían, mal contadas, unas 60 personas. Hombres y mujeres vestidos de camuflado, armados hasta los dientes y dispuestos a seguir órdenes de manera atenta; al igual que el administrador, quien vio aquella pregunta más como una afirmación y orden para suministrar posada al grupo armado. Por esta misma razón no presentó ninguna contradicción al uniformado.
— Sí, señor. Claro; bien pueda y mire cómo se acomoda.
La casa de El Brillante tiene un pasillo que rodea la vivienda, un espacio con poco más de 1.50 cm de ancho. Los 60 uniformados empezaron a llenar esa área. Posteriormente, inició el descanso del colectivo. El ruido de los fusiles opacó el sonido de las cigarras; dos golpes, primero el de la culata contra la madera del suelo; posteriormente, el ruido del cañón contra las paredes perpendiculares al piso y después el descargue de todo el equipo de montaña.
El conjunto de sonidos terminaron de despertar a la señora de la casa, María Obeyda Mejía. Los nervios la invadieron. En palabras de Don Germán, no pudo pegar el ojo durante esa madrugada por 3 motivos muy específicos: el primero de ellos era, claramente, su preocupación por tener un grupo armado en el patio de su casa; el segundo, fueron las constantes peticiones del colectivo: el tercero era, según él, más fuerte que los anteriores: cada vez que estaba conciliando un poco de sueño, su esposa lo despertaba, preocupada, preguntando sobre lo que podría pasar esa noche. Primero la solicitud de apagar la lámpara de sodio, después fueron ollas, alimentos y hasta herramientas.
La madrugada de aquel 23 de julio fue una odisea para la familia, en todo el sentido de la palabra. Don Germán se vio en la obligación de colaborar con el grupo armado en todo lo que pudiera. Sin embargo, como sostiene el administrador, no hubo insultos o violencia de ningún tipo por parte del colectivo. De hecho, desde la mañana, después de pasar una madrugada llena de solicitudes y peticiones, no se vieron en la necesidad de trabajar durante todo el día. Realmente, su única preocupación era el hecho de tener 60 uniformados en el patio de su casa. La comida no escaseó. Para más o menos las 11 de la mañana subió a la propiedad. En él llevaron comida para todo el mundo. Ese día, un uniformado se acercó a don Germán, le entregó un pollo asado, gaseosa y pan.
— Mire, don Germán. El almuerzo para ustedes.
Para este momento, doña Obeyda se encontraba encerrada en el último rincón de la vivienda. Con los pies descalzos y helados, mareada y absolutamente consumida por la claustrofobia. Por la forma en cómo comenta los hechos, el miedo la tenía prisionera. Fue aquí donde varias mujeres ingresaron a la habitación, preocupadas por el bienestar de la anfitriona. Después de un rato hablando con ella de cosas varias, riéndose y con un poco más de calma en el ambiente, doña Obeyda salió de la habitación y se dio un momento para disfrutar del sol vallecaucano de la mañana.
Unos minutos más adelante y después de descargar el jeep, un uniformado se acercó a la familia y solicitó que se desplazaran hacia la elba, el espacio que al día de hoy se sigue usando para secar el café cosechado.
Se dice que en el casco se hizo el ataque con el uso de cilindros bomba. Según Don Germán, en el momento en que lo hicieron desplazarse con su familia a la elba de la propiedad, fue en el mismo instante en que los subversivos cargaron el mismo jeep en que llevaron la comida con los aparatos explosivos. Después de un rato, la familia salió del secador de café y se dirigió nuevamente a las habitaciones.
Ya eran aproximadamente las 2.00 de la tarde. Para las 2.30 unos pocos uniformados se dirigieron a la parte baja de la vivienda, por donde pasa la carretera que conecta las veredas de Aures y El Paraíso con el casco urbano del municipio. Allí se dispusieron a detener todo vehículo que pasaba por ese tramo, haciéndolo entrar al patio de la propiedad. Generalmente vehículos tipo Jeep que transitaban por la ruta. Para este momento, don Germán se dio cuenta de que uno de sus trabajadores estaba muy cercano al grupo armado. Siempre quiso ayudar, colaborar en todo lo que necesitaran los uniformados. El administrador hizo caso omiso a este evento, tampoco consideraba que fuera importante.
La tarde siguió su rumbo. El patio de El Brillante estaba repleto de vehículos. El alboroto era cada vez más abrasante y la presión y miedo constantes de la familia tenían agobiados a todos los miembros de la familia. Más o menos a las 4.00 pm, como Germán Antonio, uno de los uniformados le solicitó el cuarto de las herramientas. Allí se encontraban picas, palas, macetas y demás instrumentos para el uso de la propiedad. Muchos de estos elementos fueron tomados de manera “prestada”, pero al día de hoy siguen en ese estado.
Posteriormente, llegó el momento de la salida. El grupo recogió todas sus pertenencias, las herramientas y todo lo que tenían que llevarse. Los mismos vehículos que detuvieron en la carretera fueron los medios de transporte para los 60 uniformados. Se dividieron en grupos de 7 u 8 personas para cada vehículo y se dirigieron al casco urbano del municipio.
Como cuenta don Germán, desconoce muchos de los hechos sucedidos en el municipio, más allá de lo que cuentan los habitantes del casco urbano. Según el periódico El Tiempo, ese día atacaron: la Estación de Policía, los bancos Colombia y Cafetero y la oficina de Telecom; este último ataque dejó prácticamente destruidas las comunicaciones telefónicas.
Los hechos concluyeron de manera no muy diferente a todos los eventos relacionados con el conflicto armado en el país. Tiroteos, alboroto, desorden y caos en el casco urbano; terror y zozobra en la zona rural y un recuerdo más para la historia nacional. Don Germán informó lo sucedido con el propietario de El Brillante. Doña Obeyda no concilió el sueño por un par de días pero tampoco pasó a mayores.
Dos semanas después, Don Germán se encontraba lavando y seleccionando el café cosechado durante la semana. El teléfono empezó a sonar y recibió una llamada de un número desconocido. La respuesta fue inmediata. Tan pronto contestó, pudo escuchar la voz acelerada de uno de sus trabajadores. Era el mismo hombre que estuvo ayudando todo el tiempo al grupo armado que se alojó en la propiedad. El miedo era evidente:
— Patrón, yo estoy muy asustado. Por el pueblo and an diciendo que esa otra gente va a venir y usted sabe que ellos estuvieron allá en la finca.
— Sí, señor. Ellos estuvieron acá, pero mi familia y yo estábamos prácticamente secuestrados. Mire a ver usted qué hace, porque estuvo con ellos colaborando todo el día.
Se cerró la comunicación. Claramente, el administrador quedó preocupado por la información recibida, pero los hechos no pasaron a mayores. Terminó por olvidar lo sucedido. Los días empezaron a correr. Don Germán revive los hechos sucedidos el 23 de julio en el casco urbano gracias a la tradición oral, pues los actos realizados por parte de las Farc se volvió cultura regional; pero lo que no se sigue recordando tan folcloricamente fue la masacre realizada por un grupo paramilitar poco más de un año después.
Pasaron los meses. Llegó el final del siglo, un nuevo milenio y un año más para sumar masacres a la larga lista de matanzas en el país. En febrero, El Salado; en abril, La Modelo; en octubre, Macayepos y La Chorrera. A estas se suman: Santa Cecilia, Nueva Venecia, Sabaletas y la masacre realizada en Caicedonia por parte del bloque Cacique Calarcá en las veredas del municipio, donde murieron 7 personas.
Una de las veredas donde sucedieron los hechos fue Puerto Rico, la misma vereda a la que pertenecen los límites de El Brillante. De hecho, la noche del jueves 31 de agosto, Doña Obeyda fue testigo de todos los hechos sucedidos en la escuela de Puerto Rico, lugar donde las autodefensas asesinaron a 3 personas.
La institución educativa, de la que hoy solo quedan las paredes, ya llenas de humedad y consumidas por la maleza, se encuentra ubicada a dos curvas, por carretera, de la vivienda que ocupaba la familia. Durante esos años, la escuela también era usada como vivienda. En ella, residía una familia numerosa. El padre era trabajador de la zona; jornalero, como se dice coloquialmente.
Algunas semanas antes de lo sucedido, Don Germán se encontraba tomando café en uno de los billares del municipio acompañado de su compadre. Como él mismo comenta, es amigo de todo el mundo en Caicedonia y saluda a todo el mundo cuando camina por las calles de La Centinela del Valle. Curiosamente, ese fin de semana, el inspector de policía se acercó a saludar en el billar y de manera casual le comentó:
— Hombre, don Germán, ¿usted conoce este señor que vive ahí en la escuela?
— Sí, señor. Claro.
— Es que por ahí escuché decir que el señor está metido en vueltas raras. Coméntele, para que mire a ver qué hace.
Pocos días después, se acercó a la escuela y preguntó por la situación. Según señala, trató de ser lo más delicado posible, pero solo recibió negativas por parte de la víctima. El tiempo pasó, no se volvió a saber nada más en el sector y todo avanzó con total normalidad; hasta la noche del 31 de agosto.
Don Germán se había desplazado hacia Chinchiná por cuestiones académicas, así que Doña Obeyda se quedó a cargo de la finca y su familia. En ese momento tenía 4 meses de embarazo y debía estar al pendiente de sus dos hijos. La noche llegó con normales, pero más o menos a las 7.00 de la noche empezó la tortura.
Aproximadamente unos 30 uniformados llegaron a la zona. Específicamente, era el bloque paramilitar Cacique Calarcá, que operaba en la región. Desde su habitación, Doña Obeyda pudo escuchar el caos de la matanza. En un inicio, con la llegada del grupo armado, se escucharon los pasos acelerados de todas las personas que vivían en el sector. Posteriormente, fueron gritos, llamados de auxilio llenos de la desesperación que causa el miedo a la muerte.
Gritos, llantos y disparos de fusil rompieron el silencio de la noche. Esta vez no habían cigarras. El sonido del viento se convirtió en el medio perfecto para transportar el ruido del caos. Después llegó el silencio absoluto, ese que se siente más amenazante que el desastre. Un momento de silencio y después el ritmo del tiroteo.
El grupo armado sacó a todas las personas de la casa. Los arrodillaron a todos en el salón principal de la escuela; tomaron al padre de familia y junto a dos hombres más, fueron puestos al frente de las demás familias. Se podía escuchar el llanto de los hijos, las súplicas de perdón y los pedidos de vida. Así mismo, se escuchaban los gritos de mando de los uniformados, los insultos y las risas de maldad, como lo manifestó Doña Obeyda.
Con tubos de acero galvanizado golpearon el cuerpo de las víctimas. Los primeros golpes fueron acompañados por gritos de dolor. Después, los gritos fueron cada vez más tenues y al final solo se escuchaba el golpeteo de los objetos metálicos contra los cuerpos. Este sonido, en palabras de Doña Obeyda, era similar al golpe de los mismos objetos contra bultos de cemento. Los cuerpos fueron golpeados hasta quedar irreconocibles. En parte de la escuela y la carretera quedaron regados los sesos y los fragmentos de huesos de las víctimas. Finalmente, y como si fuera poco con el uso brutal de la fuerza y la sevicia para asesinarlos, los cuerpos fueron fusilados en el suelo.
Esa noche, el aire se llenó de un olor a hierro insoportable, como dice Doña Obeyda. Los cuerpos fueron dejados a la intemperie en la siguiente curva de la carretera. En la mañana una habitante del sector sacó una sábana y la puso sobre los cuerpos amontonados al borde de la vía, esperando ser recogidos por las entidades encargadas.
Hoy, de la escuela no queda nada más que unas paredes carcomidas por el olvido y la humedad. Del tablero, donde antes se enseñaban todo tipo de conocimientos, solo queda el marco y un poco de la superficie verde donde se resbalaba la tiza.
Del suelo, donde antes jugaban los niños y llenaban la construcción de risas, solo quedan los desperdicios de los cultivos de plátano que rodean la zona y los charcos represados de las lluvias constantes, porque el techo de la escuela fue retirado hace algunos años.
En la fachada de las ruinas se puede observar la vida, reflejada en unas flores llenas de color y vitalidad. Posiblemente, el paso de los años haya puesto la vida de las 3 personas asesinadas en Puerto Rico simplemente en un evento más de la historia. De la misma manera, muchas personas han decidido hacerlo, tratando de olvidar los hechos y continuar con la vida, pero la naturaleza se encarga de reclamar lo que le pertenece, como lo hizo con la escuela, pero el contraste de la vida y la muerte en esta fachada es totalmente opuesto al conflicto armado, pues en este no hay buenos ni malos; no hay vida ni muerte, solo están presentes las dos caras del conflicto.
Según el informe "¡Basta ya!: Colombia: memorias de guerra y dignidad" (2013), del Centro Nacional de Memoria Histórica, fueron 220.000 las muertes causadas por el conflicto entre 1958 y 2012, de las cuales 177.307 eran de civiles. Los mayores responsables de éstas muertes fueron estadísticamente los grupos paramilitares (40%), seguidos de los grupos guerrilleros (25%) y agentes del estado (8%). Para 2022 según el Registro Único de víctimas se cuentan 9.342.426 víctimas en 12.019.838 eventos o hechos victimizantes. Dentro de estas categorías se encuentran las personas que fueron desaparecidas, amenazadas, desplazadas, secuestradas, víctimas de actos terroristas, masacres, asesinatos, minas antipersona, torturas, reclutamiento forzado de menores de edad y violencia sexual.
Entre 1958 y 2012 fueron 220.000 las muertes causadas por el conflicto armado en Colombia. Más de 170.000 fueron civiles. El 40% de estas muertes fueron responsabilidad de grupos paramilitares; 25% responsabilidad de grupos guerrilleros y el 8% por agentes del Estado. Lo anterior, según el informe "¡Basta ya!: Colombia: memorias de guerra y dignidad" (2013).
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