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El quinto viernes

Eran las 6 de la tarde de un día lluvioso, como era habitual el bus paraba en la estación terminal y casi siempre nos montábamos las mismas personas; siempre intentaba sentarme en el asiento de atrás.

En la siguiente estación, tipo 6:15 p.m. Se subía una muchacha alta, bien vestida, con un maletín de marca y con notables nervios de estar allí montada; su inocencia y su belleza natural hacían que llamara la atención. Se sentó en el penúltimo asiento, no había más, y fue cuando se robó mi mirada, casi que sin parpadeo alguno. El trayecto era largo y aun así no dejé de verla ni una sola calle, a pesar de esto nunca la noté incomoda.

Cuando el bus se empezó a acercar a la estación norte muchos pasajeros se pararon y tocaron el timbre para bajarse, entre ellas la universitaria bonita. Ya eran las 7:40 p.m. Hace diez minutos se había bajado y yo aún no lograba sacarme su silueta de la cabeza.

Llegué a mi barrio, caminé hasta la tienda, compré leche, parva y la chocolatina que siempre le llevaba mi hermano, lo recogí dos cuadras más arriba donde doña Fanny y nos fuimos para nuestro cuarto. Esta señora, luego del accidente de nuestros padres, es lo más cercano a un hogar, pues gracias a mi manera de ver la vida los que se hacían llamar “familia” nos dieron la espalda.

Cenamos, me reclamó el dulce, lo alisté y se quedó dormido mientras que yo aún seguía pensando en aquella del asiento de adelante, pasé la noche entera deduciendo cosas como ¿Quién la estaría esperando en su casa? ¿Sintió mi fuerte mirada? ¿Por qué iba en bus? ¿Saldrá de clase a la misma hora los martes?

Al otro lado de la ciudad estaba Emilia Ayos Tafur, una mujer de 21 años de edad, estudiante de arquitectura, hermana de unos mellizos que cursan su maestría fuera del país, hija de Emilio un ingeniero achapado a la antigua y Antonia una expresentadora de televisión. Al parecer su familia era socialmente “perfecta”, pero ella nunca sintió que encajaba. Con la que mejor se lleva es con su nana Consuelo, con ella nunca le dio pena ser la verdadera Emilia que, con el resto de la familia, debía esconder. A esa muchacha alta, delgada y con pecas en su cara no le daba pena rechazar a su chofer y abordar el bus como el resto de sus compañeros.

Sonó el ¨bendito” despertador indicando una nueva oportunidad de subirme al mismo bus, me levanté, me alisté, dejé a Harold donde Doña F, llegué al supermercado, saludé a mis jefes y empecé la rutina. El día se me fue volando y le eché la culpa a la universitaria; abordé el bus más temprano con la preocupación de que ella no lo alcanzara, pero el horario de su universidad estaba a mi favor, terminó clase a las 5:30 p.m. y ahí la vi, esperando su ruta y yo deseando que se sentara en el mismo asiento de ayer. Sin buscar otro puesto, pagó el pasaje, se colgó su maleta hacia adelante y caminó hasta la silla que, sin poner nada encima, estaba guardando para ella; esta vez nos tocó al lado de la ventana. Llevaba medio trayecto viéndola hasta que se volteó, me descubrió, pensé, pero mientras hablaba de una maqueta por llamada, me pedía que le ayudara a cerrar la ventana que estaba atascada. Le hice el favor, me dijo gracias, me sonrió y con eso consiguió que el resto del trayecto ya no solo viera su cuerpo de espaldas, sino también que pensara en su rostro.

Me di cuenta que ni los miércoles ni los jueves abordaba el bus, pues esos días salía más tarde y la recogía el chofer una cuadra más arriba de la universidad. Esto lo supe gracias a que me camuflaba en su entorno y la seguía; en ocasiones quería que no me viera, en otras moría porque me descubriera. El viernes decidí bajarme detrás de ella y del tumulto que se bajaba en el norte, la seguí hasta la casa, no podía creer que una señorita aceptara subirse a un bus viviendo en una casa de fantasía, pensé que eso en la vida real no sucedía.

Pasaron los días, me empecé a echar loción cada vez que salía de trabajar, prefería ocupar el puesto de ella y pararme antes que subiera a que no se sentara ahí, a veces me sonreía, a veces solo me miraba antes de sentarse, pero para mí era una señal de ya me reconocía. Yo obtuve información de ella a través de Doña F, pues entre charla y charla descubrí que Doña Fanny y Nana eran muy amigas, y en menos de tres sentadas a hablar descubrió que Emilia me gustaba.

Al quinto viernes se subió más sexy que nunca, parecía que iba para una cita, me hice -N- películas en la cabeza, me sentí mal. Aun así, decidí bajarme detrás de ella sin importar que me notara, tomó un taxi, avanzó, dio la vuelta, pensé: ¡La perdí! Seguí caminado, me cansé y decidí abordar el primer taxi que viniera, pasaron dos y por fortuna iban ocupados, el tercero fue el vencido pues sin ponerle la mano paró, entonces abrí la puerta, me monté y vi a mi lado a la misma mujer que creía que había perdido, me sonrió y sin dejarme hablar le dijo al conductor:

- Vamos para el motel Macko.

Llegamos, entramos al cuarto, apagó la luz y después de verla desnudarse lentamente ante mí, me estremecieron los nervios como cuando hacia travesura en el colegio y sin creerlo tenía encima a la mujer que tuve en el asiento de adelante durante más de un mes. La amé de todas las formas, mis miedos desaparecieron, el placer hizo que las palabras no fueran necesarias. Llegué a donde no había llegado y entre suspiros me preguntó: - ¿Cómo te llamas? Nerviosa respondí: -Francisca.



Luis Gabriel Donado Estrada

Redacción I

Comunicación Social - Periodismo

Universidad del Quindío

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